En su reciente discurso en la Universidad Católica, Mario Vargas Llosa describió la impresión que se llevó de Uruguay en su primera visita en 1965. Dijo que lo sorprendió “el aire de modernidad”, “la absoluta libertad”, “las instituciones que funcionaban eficazmente” y el “ambiente de tolerancia en la diversidad política” en “un país pequeño pero de altísima cultura”.

Yo tuve la suerte de asistir a aquella, su primera charla en Uruguay, organizada en el paraninfo de la Universidad hace casi medio siglo. Lo recuerdo como un morochito esmirriado, con una sonrisa llena de dientes, vestido de jean y camisa. Tenía casi treinta años, pero parecía menor, tanto que al principio todos creímos que era el presentador del visitante aunque resultó ser el autor de “La ciudad y los perros”, su primera, impactante novela.

“Varguitas”, como le decían al hoy premio Nobel, tenía también el don de la palabra. En un castellano armonioso contó por qué había escrito sobre esa escuela militar, el teatro de su novela, que era una suerte de microcosmos de su país. Habló del Perú, de la distancia entre sus clases sociales, de la ira suscitada por su libro entre los militares peruanos y de su fascinación por la selva, plasmada en su segunda obra, “La casa verde”, publicada en esos días.

Después de su conferencia, durante un brindis en el rectorado de la Universidad de la República confesó su admiración por Onetti y elogió a nuestros críticos literarios. Tuvo allí un breve intercambio con Carlos Real de Azúa, un uruguayo de saber renacentista que lo dejó perplejo. “Ese hombre”, comentó ante los presentes, “parece un experto en literatura peruana”. A lo cual alguien replicó: “Real de Azúa es experto en todo”.

Personajes y episodios de ese tipo, impresos en la memoria del escritor debieron abrillantar su recuerdo de aquel Uruguay. “Tuve la sensación de no estar en América Latina, de haber salido del continente en donde imperaban la violencia social y las dictaduras… aquí uno tenía la otra cara de nuestro continente”, concluyó días pasados ante su auditorio en la Católica.

Claro, Uruguay distaba de ser una dictadura. Al país lo regía un Consejo de Gobierno, un senadito con presidencia rotativa que en ese momento ejercía Washington Beltrán apoyado por un gabinete en donde alternaban Wilson Ferreira y Juan Pivel Devoto, con Enrique Iglesias como director de Planeamiento. Un país con elecciones democráticas, que afrontaba serios problemas, entre ellos los económicos, pero que, comparado con el resto del continente e incluso consigo mismo, era el país bucólico que encandiló al escritor.

Sin embargo, en 1965, en ese mismo país, los tupamaros ya lanzaban bombas contra casas de gobernantes y plantas industriales mientras uno de sus fundadores, Julio Marenales, era arrestado pistola en mano al asaltar un banco. La guerra interna había sido declarada en Uruguay, pero ni Vargas Llosa ni su público sabían entonces que empezábamos a parecernos al resto del continente.

Fuente: Patria Digital (Uruguay)