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Latin America

Opinion: Estado y violencia – por Charles Philbrook

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Más allá de que sea cierto o no que dos ideogramas, peligro y oportunidad, describen en chino lo que representa toda crisis, el hecho es que en el mundo ronda por doquier mucho de lo primero y nada de lo segundo —por el momento—.  Miles de miles salen a protestar en Italia contra el plan de austeridad, el cual, según los sindicatos, perjudica a los más pobres.  Y en España también: miles de miles protestan contra la reforma de la Constitución para limitar en ella el déficit público.  La izquierda parlamentaria, los sindicatos, los ‘indignados’ y todo aquél que cree que no le va bien en la vida por culpa de otros, sostienen que la reducción del gasto público es un “principio neoliberal”, y bueno pues, ello en una democracia social de mercado es intolerable: ¡Al diablo con los déficits: que paguen los que más tienen!…

Esas manifestaciones masivas de descontento popular lo único que indican, sin lugar a dudas, es que la nave del Estado de bienestar europeo ha finalmente encallado, y consiguientemente ha empezado a hacer agua, por allí, precisamente, por donde el impacto con la realidad ha producido la grieta.  Esa misma realidad, en nuestro país, tiene por coordenada, por un lado, al conflicto, y por otro, a lo social.  Pues bien, los conflictos sociales aquí, según Alfredo Barnechea, “están atados principalmente a los recursos naturales”, o mejor dicho, a lo que él describe como el reparto de la “renta natural”, es decir, el “qué le toca a cada quien, y cómo se distribuye equitativamente”.  (“El mito de la interculturalidad”, revista Caretas, 1/setiembre/ 2011).

No comparto esa premisa.  Es más: convincentemente uno puede argüir que una ‘distribución equitativa’ de los frutos de la producción, no sólo no acaba con los conflictos sociales, sino que, a los preexistentes, le suma los otros que empiezan a brotar espontáneamente a medida que la actividad económica se extingue lenta e inevitablemente; pues no es necesario demostrar que la producción de un bien cualquiera, sea éste un simple alfiler o un complejísimo transbordador espacial, consta de múltiples y distintas etapas, cada una con un diferente nivel de especialización.  Si es así, ¿cómo dividir entonces, equitativamente —y sin coerción e intimidación que devengan en violencia—, los ingresos que genera todo proceso productivo ‘multietápicamente’ desigual?  Imposible.

El origen de los conflictos sociales tiene que ser otro.  Pero ¿cuál?  ¿Podría ser el mismo Estado?  John C. Calhoun, el notable teórico político norteamericano, postulaba que no importa cuán pequeño sea el poder del gobierno, cuán baja sea la carga impositiva o cuán igualitaria su distribución: el Estado, por su naturaleza misma, crea dos clases desiguales y conflictivas en la sociedad: una, constituida por aquellos que pagan en forma neta impuestos (contribuyentes), y otra, por aquellos que viven de los impuestos (consumidores de impuestos).

Vista así, la violencia o conflicto social no es otra cosa que la respuesta física del agresor a la resistencia que ofrece su víctima.  Acaba allí si ambos no se conocen.  Pero empieza allí de no ser ése el caso, y éste vuelve a intentarlo por segunda, tercera y más veces: ambos intuyen entonces que el otro sobra: ambos saben que el otro tiene que irse: ¡Ésa es la definición de violencia!

Fuente: HACER

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