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Ecuador

Ecuador: Invención del agua tibia – por Ernesto Albán Gómez

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Uno de los temas recurrentes, en estos tiempos de la revolución ciudadana, ha sido el cambiar los nombres de las instituciones. El Congreso se llama ahora Asamblea, la Corte Suprema se ha devaluado a una modesta Corte Nacional; el Tribunal de Garantías Constitucionales, en cambio, parece haber subido de nivel, pues responde al título de Corte Constitucional; el Tribunal Supremo Electoral se ha desdoblado, con dos nombres bastante solemnes; se han creado nuevos organismos, como el Consejo de Participación Ciudadana, cuya sola denominación despierta una enormes expectativa. Y así por el estilo. De los Ministerios de Estado mejor no hay que hablar, pues todos los días cambian de nombre y de atribuciones, al punto que en los actuales momentos no sabemos cuáles ni cuántos son.

Pero este afán de novedades, que podemos calificar sin ambages como novelero, ha llegado inclusive al ámbito estrictamente jurídico. También, las leyes han sido bautizadas generosamente con nombres pomposos. Se expidió, por ejemplo, la Ley de Equidad Tributaria; se acaba de aprobar el Código Orgánico de Organización Territorial, Gobiernos Autónomos y Descentralización y espera su turno la Ley Orgánica de Comunicación, Libertad de Expresión y Acceso a la Información Pública. Con tales nombres, uno podría esperar que el país estaría a punto de resolver todos sus problemas. Pero todavía hay más: ahora se trata de hacerlo hasta con las figuras penales, como ocurre con el intento de “crear” un delito bajo el título de sicariato, sin advertir que ese tipo penal existe desde el Código de 1837. Cabe preguntar entonces a qué se debe esta línea, si se quiere, revolucionaria.

La interpretación más obvia parece ser que, con el cambio de nombres, se pretende dar la impresión de que se ha producido también un cambio de fondo. En definitiva que las instituciones funcionen ahora de una manera radicalmente distinta, con eficiencia, con honestidad, con capacidad; y que las leyes sean superiores a las derogadas y cumplan su papel de resolver los problemas pertinentes, etcétera, etcétera.

Pero, desgraciadamente para los inspiradores de tan pretenciosas denominaciones, los resultados son desalentadores. Las actuales instituciones no marchan mejor que las anteriores; más bien, igual o peor. El más patético ejemplo es el de la Asamblea Nacional, que socapada por las normas que regulan su funcionamiento, no cumple en debida forma sus obligaciones constitucionales y ha caído en las mismas prácticas vergonzosas de los viejos congresos. Y naturalmente las leyes que expide, aunque tengan nombres rimbombantes, están plagadas de incoherencias y de trampas semiocultas, son en definitiva de tan mala calidad que requieren de inmediato el ser reformadas. Y no hay para qué detenerse en otros ejemplos lamentables.

Así, pues, quienes idearon esta novísima estructura del Estado y su pretenciosa parafernalia son como los inventores del agua tibia que, en resumen, no es invención ni sirve para nada. Aunque seguramente sí produzca una indigestión.

Fuente: Hoy (Ecuador)

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