Esta semana participé en la Semana de la Facultad de Economía de la Universidad Autónoma del Estado de México para analizar, junto a destacados expertos mexicanos, el rumbo de la economía mexicana y las oportunidades y desafíos que confronta, tema que dio título al evento.

Y no es para menos. Hoy el debate económico mexicano gira en torno a las reformas que impulsa el presidente Enrique Peña Nieto, y que básicamente son: a) la reforma educativa, para elevar la calidad de los maestros de escuela mediante exámenes y una definida meritocracia a base de resultados; b) la reforma energética, cuyo punto álgido es la apertura a la inversión extranjera en sectores tan delicados políticamente como el de electricidad y principalmente el de hidrocarburos, donde la poderosa PEMEX ha sido intocable; y c) la reforma hacendaria, que contempla un discutido aumento impositivo.

La pregunta de fondo es si estas reformas, más allá de los ganadores y perdedores que conlleva todo cambio estructural, van a permitir que el rumbo de la economía mexicana aproveche oportunidades y supere desafíos para convertirse en unas pocas décadas en un país desarrollado. Porque México es un gigante dormido y estandarte del desarrollo latinoamericano.

México exhibe el PBI per cápita más alto de la región, superando a Argentina y de lejos al propio Brasil. Es uno y medio el PBI per cápita peruano. Sin embargo, la pobreza es todavía altísima, bordeando el 50%. La tasa de crecimiento promedio desde 1980 apenas supera el 2%. Y este año, ya la Secretaría de Hacienda ajustó su pronóstico a un magro 1.8%, mientras la OECD y el FMI son aún más pesimistas, al estimar un crecimiento de 1.5% y 1.2%, respectivamente.

Ahí está el detalle. Hoy en día, país que no crece, no desarrolla. Atrás quedaron las pamplinas de que el crecimiento solo desarrollaba si producía igualdad. Ni siquiera es un asunto de debate ideológico. El crecimiento interesa por igual a los alemanes que a los chinos. Por eso, México tiene que decidirse a crecer. Y para crecer, debe decidirse a competir en un mundo global, venciendo los obstáculos para hacerlo.

Es en este contexto que quiero entender las reformas de Peña Nieto: como un intento por reimpulsar la economía mexicana hacia el crecimiento sostenido, mejorando la calidad de la educación básica y atrayendo inversión privada al desarrollo de infraestructura energética. No me gusta su reforma hacendaria y no ataca el problema de la débil institucionalidad mexicana, pero vislumbro una actitud de avanzar.

¿Qué lección puede sacar el Perú de México? Que no importa lo bien que nos podamos ver en el mundo, de nada sirve si no se traduce en crecimiento sostenido, persistente y por largos años. Y para hacerlo, hay que fundamentar ese crecimiento principalmente en la mayor productividad de los factores de producción internos y no solo en el entorno internacional. Es decir, hacer más productivo al capital y al trabajo, mejorando las infraestructuras, revolucionando totalmente nuestro sistema educativo y fortaleciendo las instituciones, con autoridades creíbles y mucho menos corruptas. Sentar las bases de la competitividad, en otras palabras, sobre pilares sólidos. De no hacerlo, podemos entramparnos como el gigante del norte, que puede darse todavía algunos “lujos” que el Perú, simplemente, no puede.

Fuente: Diario Correo (Perú)