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Latin America

Opinión: El nuevo ecologismo radical – por Carlos Sabino

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Conflictos sociales que resulta difícil comprender.

Nos hemos acostumbrado a ver, en años recientes, cómo grupos de campesinos o de pobladores rurales realizan cortes de rutas, manifestaciones y hasta actos de agresión contra empresas privadas en varios países de América Latina. Pero las causas no son las mismas que, tradicionalmente, agitaron el campo durante buena parte del siglo XX: no se trata del reclamo por la tierra, ancestral y siempre presente en todo el mundo, ni de actos promovidos por una guerrilla que –salvo excepciones- ya no perturba la paz de nuestras naciones. Lo que enciende ahora las protestas es la construcción de carreteras o plantas hidroeléctricas, los proyectos mineros o petroleros, las obras de infraestructura que antes, en cambio, eran bienvenidas por toda la población, tanto por la izquierda extrema como por la derecha recalcitrante.

El argumento que se esgrime, con inusitada fuerza, es ahora la ecología. Los proyectos mineros son adversados porque, se dice, envenenan las aguas y llevan a la deforestación; el petróleo no debe ser extraído de zonas selváticas porque afectan áreas protegidas y llevan a la pérdida de la biodiversidad –como se denuncia en Ecuador o en Guatemala; hay violenta oposición a las hidroeléctricas porque pueden producir inundaciones dañinas y las carreteras, como sucedió en Bolivia hace poco, son consideradas como intrusiones malignas en áreas que deben ser protegidas. Por todas partes, desde México hasta la Argentina, activistas furiosos reclaman a los gobiernos que se paralicen proyectos, que se revisen concesiones, que se anulen contratos y se proteja a nuestra sagrada madre Tierra.

Nada de malo, me apresuro a decirlo, tiene el cuidado del medio ambiente, la protección de las especies en peligro o el esfuerzo por conservar equilibrios ecológicos amenazados por la actividad humana. Pero la conciencia sobre estos temas no es nada nueva, en verdad, y ha estado presente desde hace más de medio siglo: ya no existe la despreocupación que, en otros tiempos, llevaba a contaminar el ambiente sin mesura y a arrojar sobre ciudades y campos toda clase de desechos.

Lo que sorprende es la forma en que, ahora, se agita la preocupación por la ecología: ya no se trata de buscar tecnologías que permitan reducir o eliminar los niveles de contaminación sino –lisa y llanamente- de impedir por completo actividades productivas; ya no se trata de proponer medidas que cuiden el patrimonio natural sino de bloquear carreteras, quemar instalaciones y hasta actuar de hecho, violentamente, contra empleados de empresas privadas que trabajan autorizadas por contratos legales. Me llama la atención, más que nada, la oposición a toda clase de proyectos hidroeléctricos que podrían ofrecer al consumidor una fuente de energía no contaminante y abaratar, de paso, la factura de esa electricidad que tan favorablemente cambia la vida de los habitantes rurales. Porque prohibir esta fuente de energía alternativa, o la minería, o la construcción de puertos y carreteras, es impedir el desarrollo económico de zonas normalmente bastante abandonadas y poner trabas a la creación de riquezas que –es fácil entenderlo- es la manera más efectiva y permanente de luchar contra la pobreza.

¿De dónde surge tanta intransigencia, tanta violencia indiscriminada, que muchas veces toleran los gobiernos por temor a enfrentar problemas políticos? ¿Qué es lo que lleva a poblaciones rurales –poco entendidas en general en temas tecnológicos- a luchar contra los proyectos que podrían traerles un mejoramiento sensible de sus condiciones de vida? No tengo la respuesta, lamentablemente, pero aventuro aquí algunas hipótesis que quizás expliquen las conductas extremas a las que ya nos estamos acostumbrando.

Es posible que una izquierda radical, que en otros tiempos abrazó la lucha por el socialismo totalitario, haya cambiado ahora su agenda y se dedique a labores de agitación en las poblaciones más apartadas para crear un clima de descontento que supuestamente la ayude a recuperar algunos partidarios; es posible también que activistas de países desarrollados, irresponsablemente, traten de proteger al planeta de la contaminación, haciéndonos abandonar las mismas actividades que, en su momento, llevaron al crecimiento económico de sus propias naciones; puede suceder también que líderes sociales, sobre todo rurales, encuentren en estas luchas un modo de hacer oír a sus comunidades, abandonadas durante largo tiempo por gobiernos que solo se preocupaban del electorado urbano.

Puede haber algo de verdad, o mucho, en alguna o en todas estas explicaciones posibles. Pero lo importante es recordar que no se debería paralizar el desarrollo de los países con la excusa de un ecologismo radical que solo propone el regreso a una sociedad agrícola y atrasada, a un modelo económico que, por su misma carencia de recursos, impediría el cuidado efectivo del medio ambiente. Que no se puede hipotecar el bienestar de futuras generaciones tomando medidas que solo paralizan la actividad económica y que los gobiernos, en todo caso, existen para hacer efectivo el cumplimiento de la ley y no para congraciarse con los grupos que más airadamente eleven sus protestas.

Fuente: Centro de Estudios Económico – Sociales (Guatemala)

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