En medio de las turbulencias de la economía, los destapes de Toledo y algún escándalo farandulero, poco a poco, como quien no quiere la cosa, va avanzando la aprobación de la nueva Ley Universitaria, sin que motive mayúsculas reflexiones de una sociedad a la que parece poco importarle todavía el peso de la educación en sus vidas. Como si la problemática de la educación nacional fuera tan lejana para sus vidas, como la compra de aviones de combate o las fronteras vivas de la selva.

Reflejo de la poca importancia que se le da a tan importante tema es la propia conformación de la Comisión de Educación, Juventud y Deporte, cuyos integrantes no exhiben una experticia diferencial en materia de aspectos medulares de naturaleza académica. Y que, con la única excepción de su presidente –un respetable exgeneral del ejército-, brillan por su ausencia en el debate público y se limitan a seguir el vaivén de lo que dicta la única cabeza visible de dicha comisión.

¿Dije debate público? Me pasé de optimista. El proyecto de la nueva Ley Universitaria no ha merecido la adecuada socialización que solamente puede tenerse, hoy en día, en los medios de comunicación. Eso de que “conversamos con todos los sectores” que invoca el presidente de la Comisión de Educación no basta para alegar que el diálogo es abierto. Es así que, sin mayor debate público, ya se aprobó en comisión ese esperpento llamado Superintendencia de Educación Universitaria, ente en el cual convergen representantes del Ministerio de Educación, del Ceplan, del Concytec, de las universidades públicas y privadas, de los colegios profesionales y del empresariado, y donde tienen mayoría las entidades del sector público.

Es decir, se crea un organismo con predominancia estatal para adscribirlo a la institución estatal más fracasada de los últimos cincuenta años –no por casualidad hoy somos casi últimos en educación a nivel mundial– como solución a la educación universitaria. Es como darle la selección de fútbol al entrenador que más veces perdió la categoría y llevó a su equipo a segunda.

Y esto sucede porque la Comisión de Educación parte de un error de diagnóstico. La crisis de la universidad peruana no se debe a la presencia de la inversión privada en el sector ni a lo que llaman “proliferación de universidades”, sino principalmente a la deplorable educación básica, responsabilidad del Ministerio de Educación. Porque la educación es un proceso por el cual las universidades trabajan con el material humano que generan los colegios. Si los alumnos que salen de los colegios no tienen formación suficiente, la universidad se ve obligada a intentar corregir ese desnivel. Y con eso se ve obligada a bajar su propio nivel.

Dejemos la hipocresía. Afrontemos el hecho de que mientras no se mejore la educación básica, liberalizándola de costras sindicales y burocráticas estatales y dejando incursionar al sector privado, con la debida regulación normativa, si se quiere, será imposible una mejora real de nuestra educación universitaria. Lamentablemente, la Comisión de Educación prefiere hacer política atacando al eslabón más débil y deja incólume el verdadero cuello de botella: nuestra inferior educación básica.

Esto no significa que no se pueda avanzar con la educación superior y proponer incentivos para mejorarla. Claro que es urgente. Trataremos el tema en otra ocasión.

Fuente: Correo (Perú)