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Guatemala

Opinión: Atrapados en la indignación – por Carlos Sabino

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Brasil, de pronto, se ha convertido en un hervidero de protestas. Lo que comenzó en un par de ciudades como un reclamo por la subida del precio del transporte urbano, pasó rápidamente a ser una ola de manifestaciones masivas que protestaban por la corrupción, la falta de transparencia, las deficiencias de los servicios públicos y las carencias de la atención estatal en salud y educación. Ni el gobierno, ni el izquierdista partido político en el poder –el Trabalhismo, o laborismo, del famoso Lula- estaban preparados para una expresión semejante de descontento que, en muchos sentidos, se asemeja a la de los indignados que hace dos años cubrieron las calles de muchas ciudades europeas.

Ese descontento, lo vemos ahora, estaba ya latente y era de una intensidad insospechada: poco o nada decían las encuestas y, en todo caso, la moderada alza en los pasajes –de apenas un 6.6%- no permitía predecir la intensa reacción que le siguió. Otros motivos había para alimentar un descontento que afloró ante lo que parece ser “la última gota” que desbordó el vaso. ¿Por qué tanto malestar, por qué tanta molestia en un país que ha venido creciendo a buen ritmo en la última década y ha reducido notablemente sus índices de pobreza? ¿Qué es lo que impulsa a los millones de manifestantes que se lanzan a las calles y, a veces, actúan con no disimulada furia?

A mi entender son muchos -y en buena medida contradictorios- los motivos de las protestas por lo cual, sin duda, resultará bien difícil satisfacer a quienes hoy expresan su descontento. Hay -como en Chile por ejemplo- un reclamo por tener un “estado de bienestar” más amplio y de mayor cobertura, especialmente en áreas como la educación y la salud: mejores servicios, más amplios subsidios, mayor presencia estatal en la vida cotidiana. Los europeos, en el mismo sentido, se indignaron y aún se indignan ante el aumento de las edades para la jubilación, el recorte en ciertas prestaciones de salud o la reducción de subsidios de los que hasta entonces disfrutaban. En todas partes, en Europa, en América y probablemente también en el resto del mundo, la gente parece optar por un modelo en que un estado inmenso resuelva sus problemas y le dé seguridad y estabilidad a su vida: salud, vivienda, parques, educación en todos los niveles, respeto al medio ambiente, jubilaciones jugosas y tempranas son los deseos de cientos de millones de personas que exigen del estado que actúe como una verdadera providencia, repartiendo el maná cada mañana. Pero, y aquí aparece la contradicción, nadie parece querer pagar el precio de tan prodigiosos beneficios. Y el precio es alto, no solo en términos económicos sino en muchos otros sentidos también.

Un amplio estado de bienestar requiere enormes gastos que solo pueden sufragarse por medio de muy altos impuestos y, como ocurre generalmente, acudiendo también al endeudamiento público. Altos impuestos significan un lastre al crecimiento de la economía y por ende a las posibilidades de obtener mayores ingresos fiscales. Solo países muy ricos pueden darse el lujo de ejercer una fuerte presión impositiva sin dañar por completo el crecimiento económico. Pero además existe el problema de que un mayor gasto en un sector implica, casi necesariamente, una menor capacidad para gastar en otros: el gobierno de Brasil, por ejemplo ha decidido ahora no solo eliminar los aumentos en el precio de los transportes públicos sino incluso rebajar las tarifas mediante un incremento en el subsidio que les otorga. ¿De dónde saldrá entonces este aumento en el subsidio? ¿No afectará, lógicamente, otros gastos que también reclama el público, como los de salud o educación?

Lo que acabamos de señalar es apenas un esbozo de los problemas fiscales y financieros que implica el crecimiento de un estado de bienestar. Pero aquí no acaban las dificultades: un estado amplio, que en todo interviene, está constituido por una inmensa legión de empleados y burócratas y una maraña de regulaciones que resultan el caldo de cultivo más eficaz para la corrupción de los funcionarios. Las tentaciones aumentan a medida que crece el estado y se hace más complejo y, por lo tanto, menos transparente y más difícil de auditar.

Hay, pues, una irreductible contradicción en estos manifestantes que desean un estado más eficaz, más limpio y transparente, pero a la vez más grande, más invasivo y más poderoso; un estado que en todo se entrometa pero que garantice también libertad y privacidad. Mientras dure esta indefinición poco es lo que podrán lograr en concreto quienes protestan, en tanto que los gobiernos, atrapados también en contradicciones insolubles, seguirán en rumbos erráticos, sin satisfacer demasiado a nadie. Solo entendiendo que debe limitarse estrictamente el papel del estado en la sociedad y asumiendo las propias responsabilidades personales es que se podrán mantener y ampliar las libertades que hoy poseemos.

Fuente: Centro de Estudios Económico – Sociales (Guatemala)

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