// you’re reading...

Latin America

Opinion: El ángulo político de la crisis – por Charles Philbrook

Compartir esta publicación:

En tres grupos se puede dividir lo escrito hasta hoy sobre la gran crisis del 2007 —su punto de inicio—: uno, en el que los autores responsabilizan directamente de ésta a los gobiernos; otro, en el que ya no se responsabiliza la acción, sino la inacción gubernamental; y un tercero en el que la culpa de este gran maremágnum financiero yace en el sistema capitalista en sí. En vista de ello, si estos últimos tuvieran la verdad de su lado, bienvenidos pues todos los ‘indignados’ del mundo y todos aquellos que busquen simbólicamente cortar el flujo sanguíneo al corazón del capitalismo financiero, Wall Street, con plantones y marchas de protesta.  Pero ¿y si estuvieran equivocados?… Pues entonces la verdadera causa de la crisis se encontraría en lo que los gobiernos hicieron o dejaron de hacer, y por lo tanto ésta ya no sería una crisis de naturaleza económica, sino una de naturaleza política —como que lo es y lo seguirá siendo.

El capitalismo, como sistema político-económico, ha sido construido en base a leyes, y se encuentra claramente demarcado por una miríada de precisamente leyes y de regulaciones.  Leyes que, en los Estados Unidos (ya que se mencionó a Wall Street), más de veinte millones de funcionarios a nivel federal, estatal y local se encargan de hacer cumplir.  Existen miles —si no miles de miles— de ministerios, agencias y dependencias estatales en cualquier país, por más liberal, pro mercado y pro laissez-faire que sus instituciones políticas puedan ser.  Lo poco o mucho de ‘salvaje’ que haya podido tener en un comienzo este sistema, las raíces de la frondosa burocracia moderna se han encargado de absorberlo por completo.

Queda claro entonces que cuando se habla de capitalismo no se habla de un sistema desbocado en el que cada cual hace lo que le viene en gana, sino de uno ‘regulado’, y en algunos casos (¿Venezuela?) excesiva y arbitrariamente regulado.  Por lo tanto, si los del tercer grupo buscan la respuesta a la crisis desde una premisa falsa, la premisa verdadera debe encontrarse en los libros y ensayos que sobre aquélla se han escrito, y en los que la responsabilidad mira sin pestañear al gobierno.  En consecuencia, rastreando el origen de los problemas económicos de hoy llegamos a los errores políticos que se han cometido en el pasado —y que se siguen tercamente cometiendo—.  (El tercer y nuevo paquete de rescate financiero europeo parte del nada lógico pero muy keynesiano supuesto que un problema de deuda se soluciona con más deuda).

¿Qué hicieron, pues, o dejaron de hacer los gobiernos?  En cuanto al qué hicieron, sabemos que el epicentro del terremoto financiero del 2008 fue el sector inmobiliario norteamericano, específicamente, los préstamos hipotecarios ‘subprime’, es decir, aquellos préstamos que la banca comercial otorgó a personas que tenían un pobre historial crediticio y que, en su gran mayoría, eran de medianos o de bajos ingresos.  ¿Qué llevó a que la banca norteamericana ponga la mira en este segmento crediticio de históricamente alto riesgo?  ¿Ambición desenfrenada, quizá?

En realidad, no: la naturaleza política de la crisis reside en los esfuerzos (¡atención!) bienintencionados del gobierno norteamericano para que los estratos sociales más bajos se hicieran de una vivienda.  Con tal motivo, recurrió a una serie de triquiñuelas, que iban desde el subsidio oculto (así de paso camuflaba el gasto público) hasta la abierta presión a los bancos para que canalicen un mayor volumen de sus colocaciones crediticias hacia estos sectores.  Esta presión, como era de esperar, eventualmente devino en ley.  De la ley a la burbuja inmobiliaria, el tiempo hizo de puente.

¡Hagan bulla… más bulla…!

Su opinión acerca de los revoltosos del movimiento ‘Ocupar Wall Street’ le preguntaron los periodistas a Michael Bloomberg, alcalde de Nueva York, luego de un discurso que dio a fines del mes pasado en un evento que organizó la Association for a Better New York: “Entiendo cómo se sienten”, empezó diciendo, “pero no fueron los bancos los que crearon la crisis hipotecaria: fue, simple y llanamente, el Congreso, que obligó [a éstos] a que prestaran dinero [para la compra de una casa] a personas que no tenían la capacidad de pago”.

En efecto, en 1977 se promulgó la ley Community Reinvestment Act (CRA-1977), que tenía por objetivo central acabar con cualquier forma de discriminación institucional que pudiera aún quedar en el mercado de préstamos hipotecarios.  Se obligaba así a la banca comercial a que demostrara los “esfuerzos que realizaba por atender las necesidades crediticias de las personas de menores recursos en las comunidades en las que operaba”.  Estos esfuerzos no siempre se traducían en hechos (léase préstamos).  En ese entonces —y a diferencia de lo que sucede hoy—, los bancos (los de mayor tamaño para ser precisos) no contaban con el respaldo abierto, el aval explícito del gobierno, y sabían que si no eran cuidadosos con el dinero de sus ahorristas podían perderlo todo.  Qué hacer para obligarlos… ¡Qué…!

En 1995, con los demócratas en la Casa Blanca y con los republicanos en control de ambas cámaras del Congreso (del 95 al 2007), estos dos poderes del Estado acordaron ponerle dientes a la sonrisa de la ley de reinversión comunitaria y también darle algo de punch a sus golpes.  A partir de entonces, los bancos debían cuantificar esos esfuerzos.  Ya no era suficiente tener buena voluntad: ahora se les exigía que demostraran que habían otorgado créditos hipotecarios a gente de bajos recursos, y se les permitía el uso de “prácticas crediticias flexibles e ‘innovadoras’”.  (“The Past, Present and Future of the Community Reinvestment Act”, A. K. M. Rezaul, 2004, p. 57).  Flexibles e innovadoras…

¿No es acaso eso precisamente lo que hicieron los bancos cuando, con el tiempo, empezaron a empaquetar y securitizar todas estas hipotecas convirtiéndolas en complejos instrumentos de deuda (MBS) interconectados con otros aún más complejos instrumentos financieros (CDO, CDO2, CDO3…), y cuyo entramado llevaba vivo el espíritu de Gordian, el del nudo?  La historia, sin embargo, no acaba ahí.  El gobierno norteamericano no solo obligó a la banca a que fuera ‘creativa’ en sus préstamos, también hizo lo mismo con Fannie Mae y Freddie Mac, empresas estatales creadas por el Congreso en 1938 y en 1970, respectivamente, para comprarle la cartera hipotecaria a los bancos y así darle más vida a este sector.  (Serían luego privatizadas. Siempre contaron, no obstante, con el aval implícito del gobierno, y eso les permitía acceder a los mercados de capitales en condiciones ventajosas).

En 1994, el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de los Estados Unidos (HUD, por sus siglas en inglés), requería que Fannie y Freddie canalicen un mínimo de 30% de sus recursos a la recompra de este tipo de hipotecas (affordable-housing mortgages).  A partir del 2001, Fannie recompraba hipotecas a los bancos en las que no había cuota inicial (down payment).  Y ya para el 2007, cuando la burbuja había finalmente estallado, una y otra dedicaban casi un 60% de sus recursos a recomprar estas hipotecas que tantos problemas siguen y seguirán causando en el sistema financiero mundial.

Entre 1995 y el 2007, el índice de precios inmobiliario en los Estados Unidos se duplicó.  La burbuja en este sector estuvo compuesta en gran medida por préstamos otorgados coercitivamente a quienes, el tiempo dejaría ver, no tenían la capacidad de generar ingresos que justificara la compra de una vivienda.  Noble la intención estatal, muy cierto.  Pero también muy torpe en sus resultados.  Y las consecuencias las vemos y vivimos todos.  No existe ni existirá la creación de riqueza por decreto.  Nunca.  ¿Aprenderemos algún día?

¿Y quién regula a los reguladores?

Culpables de esta mega crisis, según algunos espabilados analistas (convenientemente mal informados cuando escriben sobre algunas facetas de ésta), no solo son Wall Street y los capitalistas, sino también las ‘agencias’ clasificadoras de riesgo crediticio, las tres grandes: Moody’s (1909), Fitch (1913), y Standard & Poor’s (1916).  Razón no les falta.  En un reciente ensayo, Paul Krugman (galardonado con un Nobel por sus aportes teóricos a la Economía, aportes que, a su vez, están basados en los razonamientos teóricos del barón Keynes de Tilton, quien, curiosamente —por decir lo menos—, mientras estudió en King’s College, Cambridge, no siguió un solo curso en precisamente Economía, disciplina en la que paradójicamente llegaría a tener tanta influencia), afirmaba lo siguiente sobre estas tres: “En términos generales, las agencias de clasificación nunca han dado ninguna razón para tomarnos en serio su opinión sobre la solvencia [de la deuda pública norteamericana]”.  (“Credibilidad, descaro y deuda”, El País.com, 8/setiembre/2011).  Un mes antes del colapso del banco de inversión Lehman Brothers, en setiembre de 2008 —nos recuerda en este mismo ensayo este sesudo economista keynesiano—, Standard & Poor’s clasificaba como A la deuda de este banco, es decir, como “inversión estable para operaciones de largo plazo” (!).

Convenientemente, sin embargo, omite informarles a sus lectores que la razón por la cual a estas ‘agencias’ se las denomina así, y no empresas o corporaciones —y del sector privado, que es lo que son—, es porque durante muchos años los operadores en los mercados financieros las consideraron (¡ya no!) una especie de apéndice del gobierno norteamericano, como en su momento lo fueron Fannie Mae y Freddie Mac —de ahí que a los bonos de estas dos todavía se los denomine bonos de agencia, o ‘agency bonds’, en inglés.

La historia del ‘apéndice’ comienza en 1936, cuando la Securities and Exchange Commission (SEC) de los Estados Unidos, encargada de regular los mercados de valores en este país, prohibió que los bancos invirtieran en títulos-valores “especulativos”, es decir, aquellos títulos que, por su riesgo crediticio, se encontraban por debajo del “grado de inversión”.  Y qué era o no grado de inversión tenía que ser determinado por cualquiera de estas tres hermanas.  Se le quitaba así a la banca la libertad de buscar la mejor fuente de información acerca del verdadero riesgo de tal o cual título-valor, y se la obligaba a que confíe en los análisis y el buen juicio de estas tres agencias.

En 1975, la SEC, adicionalmente, les concedió el status de “Nationally Recognized Statistical Rating Organization (NRSRO)”, con lo cual pasaban a ser agencias cuasi gubernamentales.  De un plumazo, la SEC prohibía que cualquier otra empresa clasificadora de riesgo en el mercado pudiera competir con ellas.  Sin competencia alguna que pudiera interferir en sus planes de utilidad y crecimiento, gracias a la protección del gobierno norteamericano, Moody’s, Fitch y Standard & Poor’s nunca se vieron obligadas —en un sentido económico— a mejorar y actualizar sus técnicas analíticas.  En otras palabras, cualquier error que cometieran en la estimación de riesgo de un título-valor no tenía por qué llevarlas a la bancarrota.

En setiembre de 2006, después de años de alpinismo por las montañas del mercado inmobiliario norteamericano, y faltando ya muy poco para que el índice de precios en éste se resbale por el despeñadero, el Congreso de este país legisló para que la SEC aumente el número de NRSRO, de tres a diez.  ¿Se han preguntado alguna vez los Krugman de este mundo si la falta de competencia en el mercado oligopólico de las agencias clasificadoras de riesgo tuvo algo que ver con la cantidad de aire en la burbuja inmobiliaria?  ¿Alguna vez?  Usted, qué cree…

Queda prohibido prohibir

Las leyes son un rasgo inherente al capitalismo.  Regulan, obligan o prohíben una cosa: a partir de ahora, viajar a más de sesenta en tal avenida va de la mano con este castigo. O: prohibido ‘vender en corto’ los bonos del Tesoro griego.  (Quien vende en corto se beneficia cuando el precio cae; ergo: cuando las tasas de interés suben).  O mejor aún: queda totalmente prohibido, bajo pena de muerte, especular, en cualquier forma y modalidad, con los bonos del Tesoro griego…

Interesante.  Veamos: quien tenga prisa en llegar a su punto de destino, si antes utilizaba la avenida en la cual ahora el límite de velocidad se ha reducido a sesenta, probablemente a partir de la nueva regulación de tráfico se vea obligado a buscar una ruta alterna en la que pueda viajar a más de sesenta.  Quien sospeche que el Gobierno griego tarde o temprano terminará por incumplir con el pago de su deuda, al no poder vender en corto los bonos en sí, probablemente busque algún tipo de derivado financiero que le permita precisamente apostar a que Atenas eventualmente entrará en cesación de pagos.  (Claro que también se puede prohibir el uso de todo tipo de derivados, pero de prohibición en prohibición, cuando uno menos lo piensa, los mercados han dejado de funcionar).  Por último, si al ánimo de lucro con la deuda griega se le interpone el instinto de vida, probablemente prime éste.  En ese caso, es más que seguro que desaparecerán los compradores de bonos del Tesoro griego.  Misión cumplida.  (También se le llama la ley de las consecuencias imprevistas).

El hombre, cuando actúa, lo hace guiado por un fin que busca alcanzar.  Y para ello se vale de medios.  Las leyes, por su naturaleza misma, sólo pueden influir en éstos.  Nunca en los fines.  Intentar hacerlo, uno fácilmente intuye, conduciría a la peor de las tiranías: queda totalmente prohibido buscar la felicidad.  (Por cierto: ¿si la felicidad es un fin, qué medios nos llevan a ella?…: ¡¿El amor?!  Pues prohibido amar.  ¿Quizás el dinero?  Pues prohíbase éste.).  Y si el ser feliz se pudiera impedir mediante tal o cual ley, por qué también no prohibir el progreso material, el espiritual…, en fin, todo aquello que le da sentido a nuestras vidas.  En resumidas cuentas, si mediante una ley se pudieran controlar los fines, los objetivos de un conjunto de personas, es decir, de una sociedad, esa ley debería redactarse en los siguientes términos: a partir de ahora, todos los ciudadanos deben estar bien despiertos las veinticuatro horas del día: ¡Queda prohibido soñar!

Todo lo cual nos lleva a preguntarnos cómo influyeron las leyes y regulaciones financieras en el comportamiento de los directores y gerentes de los bancos en general y de los grandes bancos en particular.  (De ahí a la crisis hay un solo paso).  Porque, una vez más, el radio de acción de éstas se circunscribe a los medios, nunca a los fines bancarios, los cuales, no está de más recordarlo, no son exactamente compatibles con el espíritu franciscano.  En esencia: ¿qué papel jugaron en esta crisis el fondo de seguro de depósitos y el requerimiento de capital bancario tal como fue delineado en los Acuerdos de Basilea de 1988?  Por último: ¿cómo la regulación bancaria condujo a lo que los economistas denominan nada sutilmente ‘riesgo moral’?  (Uno diría que el objetivo de toda regulación es precisamente, si no acabar, por lo menos reducir el riesgo sistémico, y también reducir la concentración del riesgo.  Éste, empero, aumentó y se concentró en los bancos más grandes).  Leyes, regulaciones, fines, medios, riesgo, crisis…, todo, aunque usted no lo crea, se encuentra relacionado.  Ése es el ángulo político de esta crisis.  Ése, y no otro.

Aire, más aire

¿Cómo explicarle a quien ni estudió Economía ni tampoco le interesa, que tan responsables de lo que pase con sus ahorros y su fondo de pensión —una vez que estalle la segunda y decisiva fase de la crisis— son los burócratas del mundo como los banqueros de Wall Street?  La deuda pública y privada mundial equivale a lo que los humanos producimos en tres años.  No hay ahorro presente con el cual ésta se pueda cancelar.  Y activos por vender, menos: si el sistema financiero global valorizara éstos a precios de mercado, la desnudez total del sistema quedaría obscenamente al descubierto.  Sin ahorros y activos, dirá más de un perspicaz financista, sólo queda refinanciar.  (Claro, que los hijos carguen con las deudas de los padres.  Brillante.)  Sucede, empero, que si se pudiera refinanciar lo que es técnicamente impagable y por lo tanto incobrable, la palabra bancarrota no tendría por qué generar pánico en los mercados.  (Por cierto, ¿cómo se dice pánico en griego?: ¿Jajandreu?)

De la manera como se ha construido el sistema monetario internacional —desde comienzos del siglo XX—, un mayor crecimiento económico sólo es posible mediante un creciente nivel de dinero y crédito (léase deuda).  Hasta que finalmente surge la figura económica de los ‘retornos decrecientes’, y ahora el sistema, cual monstruo insaciable, requiere de cada vez más dólares, soles o de la moneda que sea para producir ese mismo crecimiento.  Más temprano que tarde, el sistema hace ¡crac!.  De ese crac son responsables los bancos centrales —creando dinero del aire— y el sistema bancario de reserva fraccionaria, que permite la ‘piramidización’ de este dinero en forma de créditos.  Créditos que no están basados en ninguna forma de ahorro previo.  Eso explica por qué los créditos (ojo: deuda), algunos años antes de que estalle la primera crisis sistémica, crecen a tasas que superan en tres, cuatro, cinco y seis veces el crecimiento de la economía en su conjunto.

El monopolio del pensamiento único en Economía —lo neoclásico-walrasiano-keynesiano— ha conducido al absurdo teórico por el cual los economistas aplican la así llamada ‘ley de la utilidad marginal decreciente’ a toda acción empresarial de homo economicus que se concreta en forma de un producto cualquiera… A toda, menos al campo monetario.  Si lo hicieran entenderían por qué la relación entre PBI y deuda, empíricamente, tiene la forma de una U invertida.  Es decir, en un comienzo y por un tiempo, uno y otra van de la mano: la relación es positiva, se aman: un dólar o sol adicional de deuda produce un aumento más que proporcional del PBI.  Hasta que eventualmente esta relación alcanza su tope.  (Aparecen por doquier los proyectos con rentabilidad negativa: casas que nadie habita; automóviles que nadie compra; ‘ciudades fantasma’ en China…).

A partir de ese instante, una unidad adicional de deuda produce un cada vez menor aumento del PBI (los amantes se separan).  Buscando ‘estimularlo’, la política fiscal y monetaria pasan a ser expansivas: se reducen las tasas de interés y se aumenta el gasto público.  Menores tasas se traducen en una mayor demanda por créditos, y un mayor gasto se financia emitiendo bonos.  Se dispara la deuda, pública y privada.  Los periodos de crisis se hacen más frecuentes…, hasta que llega la temida crisis terminalmente generalizada, ésa en la que, hágase lo que se haga en lo monetario y fiscal, ya nada produce efecto alguno.  Un corpo morto.  (Ya nada reaviva la pasión).  Primero los bancos, luego los países.  Primero Lehman Brothers, Bear Stearns…, luego Grecia, Portugal, España, Italia, Estados Unidos, China… Claro que, homeopáticamente, aseguran nuestros muy genios economistas —los Krugman y Roubinis de la profesión— con unas cuantas dosis monetarias de deuda nada diluida se crean los mismos síntomas que sufre el paciente y voilà! se acaba con la enfermedad que produce el exceso de deuda.  ¿La solución?

Adhesión incondicional

Que un país consuma más de lo que produce no es sostenible en el tiempo —por su correlato de deuda—.  Ello sólo es posible, en el corto y mediano plazo, en la medida que otro país o países consuman menos de lo que producen —por su correlato de ahorro—.  Mientras no exista comercio intergaláctico que financie las juergas terrestres, los excesos en el gasto de unos cuantos se compensan con la moderación en el gasto de otros tantos.  Es pues absurdo, por decir lo menos, que los despilfarradores europeos del sur le pidan a los calvinistas en el ahorro europeos del norte que se “mutualice” la deuda en la eurozona para así ponerle punto final a la crisis.  O que, en su defecto, el Banco Central Europeo “monetice” la deuda pública de los primeros.  Todo ello en nombre de la “solidaridad”… (La adhesión incondicional del asceta teutón a la causa del sibarita mediterráneo).

Imposible.  Insostenible en el tiempo.  Pero ¿cómo llegamos a esto?  La respuesta, en realidad, no está en los libros de Lord Keynes (para quien el desempleo era el resultado de una demanda agregada insuficiente —¿demanda insuficiente en el caso de mediterráneos y norteamericanos?—), sino en los libros de Friedrich von Hayek, en particular Prices and Production, escrito en 1931, en el que se responsabilizaba por el ciclo económico y los ‘booms’ inflacionarios a los bancos centrales.

Curiosamente, y gracias a una fina ironía del destino, el Banco Central de Suecia le otorgó en 1974 el Sveriges Riksbank Prize in Economic Sciences in Memory of Alfred Nobel por su “trabajo innovador en la teoría del dinero y de las fluctuaciones económicas”.  (En su testamento de 1895 Alfred Nobel no incluyó a las Ciencias Económicas.  El engañosamente llamado ‘Premio Nobel en Economía’, líneas arriba, en realidad, lo otorga el Banco Central de Suecia, desde 1968).  En dos palabras, el austriaco Hayek es tan Nobel como el keynesiano Krugman.

El argumento central de Hayek y, por extensión, de los economistas de la Escuela Austriaca, es el siguiente: existe una tasa de interés en el mercado, a la que denominan ‘tasa natural’ (concepto prestado del economista sueco Wicksell), que corresponde a una determinada oferta de ahorros y a una determinada demanda de proyectos de inversión (lo que se invierte es igual a lo que se ahorra).  Pues bien, el banco central, buscando ‘estimular’ la actividad económica, reduce y fija arbitrariamente su llamada ‘tasa referencial’ por debajo de la tasa natural de mercado.  Esta reducción crea una brecha entre el ahorro y la inversión.  Una serie de proyectos de inversión que antes de la reducción no eran rentables, pasan a serlo después de ésta.  Tasas más bajas estimulan el consumo y la inversión, pero matan el ahorro.  (A un ingreso dado, un mayor consumo sólo es posible con un menor ahorro).

La economía empieza a crecer rápidamente por encima de su potencial de largo plazo, es decir, aquél que dicta el nivel de productividad y el crecimiento de la fuerza laboral.  Por unos años, todo va de maravillas: los economistas hablan de milagros… de renacimiento…. todo es un gran ‘boom’.  Desapercibida, sin embargo —hasta que ya es demasiado tarde—, la deuda, pública y privada, pasa de ser una pequeña fracción del PBI a superarlo en dos, tres y más veces.  Acaba la fiesta y la burbuja revienta cuando la función exponencial hace de alfiler.  Nada —olvidan los economistas— puede crecer indefinidamente más rápido que la economía en su conjunto.

La solución al problema es simple, y cuenta con muy buenos precedentes en la historia —en otras palabras: nada de utópico—: hay que abolir los bancos centrales y ‘desnacionalizar’ el dinero, es decir, privatizarlo.  Que los bancos comerciales luchen y rivalicen entre ellos por el logro de una moneda sólida y estable en el tiempo.  Lamentablemente, este sistema sólo se podrá construir sobre las ruinas del actual.  Quién sabe todo lo que ello implique.  Quién.

Fuente: HACER

(Total: 349 - Today: 1 )

Discussion

No comments for “Opinion: El ángulo político de la crisis – por Charles Philbrook”

Post a comment

Connect to HACER.ORG

FB Group

RECOMMENDED BOOKS

Support HACER today!

HACER is a tax-exempt organization under Section 501 (c)(3) of the Internal Revenue Code, our supporters will find their donations to be tax-deductible. Donate online now!